Me diagnosticaron espondilitis anquilosante en 2011. Dos años antes tuve una uveítis y como al oftalmólogo le «extrañaba» eso en alguien de 31 años, pidieron una analítica para ver si tenía el HLA-B27. Durante un año y medio, fui cuatro o cinco veces a la consulta del reumatólogo (aunque en realidad en ese periodo me atendieron tres diferentes) para que vieran cómo iba y si los resultados por fin estaban. Repetimos dos veces la analítica. La primera vez confundieron los tubos de recogida y la muestra no era válida. La segunda se perdió o eso me comentó el reumatólogo. Por aquel entonces me encontraba bien (salvo por el ojo de la uveítis que me dolía de vez en cuando). Me cansé de perder el tiempo y le pregunté que si en caso de ser HLA B27 positivo, se podía hacer algo para evitar desarrollar la enfermedad. Me dijo que no, que hiciera vida normal, como hasta ahora y que si notaba dolor en el esternón, las lumbares, el tendón de Aquiles, dolores abdominales, diarreas, problemas cutáneos, si me despertaba por la noche o por las mañanas con rigidez… pidiera cita de nuevo.

Comienzan molestias que derivan en dolor, malas digestiones, fatiga…

Seis meses después comenzó a molestarme una rodilla. Poca cosa y como había empezado a patinar, pensaba que era de eso… Pero cada vez iba a peor (cuando conducía varias horas por ejemplo) y poco después, hizo acto de presencia una clavícula. Ésta incordiaba un poco más porque a veces se agarrotaba y hasta que no hacía un clic sonoro y doloroso, no dejaba al hombro extenderse y por tanto, subir mi mano por encima de mi cabeza. Volví al reumatólogo por si acaso (otro diferente) y llegaron a hacerme una resonancia de la rodilla, y un TAC y una ecografía de la zona de la clavícula. En el hospital me dijeron que había una lesión degenerativa en esta última zona que seguramente había sido resultado de algún traumatismo (que nunca he tenido). Me dijeron que era un tema de traumatología y me recetaron unos analgésicos para cuando me doliera, que por supuesto no tomé porque hubiera tenido que hacerlo de continuo. Y menos mal, porque eso me permitió percibir ver que las cosas iban cada vez peor.

Siguieron cuatro o cinco meses en caída progresiva. Sobre todo a nivel energético. A las 5 de la tarde estaba agotada y las digestiones algunos días me daba la impresión de que se prolongaban hasta las 8 de la tarde. Cada vez más molestias «tontas». Un tobillo al bajar las escaleras, el cuello, la cadera… Notaba que no estaba de buen humor: agotada, dolorida, irascible, triste… Una amiga a la que no veo asiduamente, me comentaba a veces que estaba amarilla y otras sin color.

Después de unas navidades bastante pachuchas, comenzaron los síntomas de los que me advirtió el primer o segundo reumatólogo. Comencé a despertarme a las 4 o las 5 de la mañana con dolores insoportables (a menudo me despertaba llorando, era un dolor muy agudo) casi siempre en la caja torácica o a nivel de las lumbares. Tenía que encogerme mucho y moverme un rato para que cesasen. Normalmente tenía que levantarme y ya no podía volver a dormir, así que la sensación de falta de energía, se potenciaba con la falta de sueño y de descanso. Durante el día, los dolores salvo el de las costillas o el tendón de Aquiles, eran más bien molestias aquí y allá, más o menos soportables según el día. Pasé muy mal mes, pero tenía programada para febrero la visita de revisión con la reumatóloga y comencé a investigar por mi cuenta, ya viendo bastante claro por mí misma que la espondilitis había llegado.

«Vale, tengo espondilitis. ¿Puedo hacer algo yo para mejorar o llevarlo mejor?»

Encontré la página de Pello, Izorrategi (la biblia del espondilítico, ¡¡gracias Pello!!). Imprimí la página entera, de cabo a rabo y la llevé conmigo a todos lados, devorándola. Sobre todo, tengo que agradecerle su apartado «manzanas para las crisis«. En pleno brote (el más virulento que he tenido), como ya he dicho, me despertaba en mitad de la noche por el intenso dolor en costillas o lumbares. Las sacroilíacas no fueron un problema, pero las costillas flotantes y las primeras superiores llegaron a dolerme tanto que bostezar, suspirar y no digamos estornudar, se convertían en momentos agónicos. Viendo que en menos de un mes la situación iba cada vez peor, ante la desesperación y pensando que 2 o 3 días a base de manzanas no podrían hacerme mucho más daño, decidí probarlo. Es lo mejor que pude hacer porque me dieron el impulso necesario para aferrarme a la dieta sin almidón, la cual empecé ese mismo lunes tras dormir mi primera noche completa en semanas. En apenas 4 o 5 días, el dolor de mi caja torácica fue mucho más llevadero. Pude bostezar sin problemas en menos de una semana.

La reumatóloga me recetó anti-inflamatorios no esteroideos (AINE, de 90 mg), a tomar por la noche después de cenar independientemente de si tenía dolores o no. Me citó para 1 mes después. Aunque con unos pocos días de dieta ya había notado mejorías, con las pastillas, los dolores desaparecieron por completo. Pero la idea de medicarme de por vida para no tener dolor, sospechando que había algo que yo misma podía hacer para evitar tenerlo (evitar tener el problema en lugar de ponerle un parche), hizo que no me conformase con la medicación.

Continué con la dieta y con los AINE. A los 10 días más o menos, empecé a notar molestias en el estómago. Ya me habían advertido que a veces era necesario tomar un protector gástrico para poder seguir con los AINE, lo cual ya me parecía rizar el rizo. Así que en vez de eso y en vista de la ausencia de dolor, durante unos días mordí la pastilla tomando solo la mitad. (Estas cosas habría que consultarlas con el médico. No sigáis mi ejemplo…). Seguía sin dolor. Así que en unos pocos días, mordía un tercio nada más. A los 20 días aproximadamente decidí apostar sólo por la dieta y abandonar definitivamente los AINE. Quería ver qué pasaba, antes de la cita con la reumatóloga. El dolor volvió pero parecía que no el nocturno ni las uveítis que eran lo más crudo y temido. Así que como era bastante llevadero, continué así.

Apuesto por el cambio de hábitos

En la cita con la reumatóloga no estaba segura de si comentarle lo que había hecho o no. Finalmente le conté que había decidido apostar por la dieta, que en poco más de 1 mes ya había notado cambios, que la medicación me hacía daño y la había reducido primero y abandonado 10 días antes de la consulta. Las molestias y dolores que tenían eran soportables y mientras no volvieran los nocturnos, quería seguir experimentando con la alimentación. Me sorprendió lo comprensiva que se mostró y me dijo que sólo quería que yo me encontrase mejor, que no podía ella misma recomendarme esa dieta pero que si notaba mejoría, adelante con ello. Me citó para 6 meses después y me dijo que le llamara antes si empeoraba, pero no hizo falta.

Desde entonces he vuelto sólo para revisiones. Las últimas tres o cuatro las he tenido con el mismo reumatólogo y ha cumplido su promesa de que no me iban a marear más cambiándome de uno a otro cada vez que iba. Recuerdo muy bien mi primera consulta con él. No paraba de hacerme preguntas y apenas me daba tiempo para contestar. Yo no dejaba de hablar de la dieta sin almidón y supongo que por eso acabó pensando que estaba anoréxica. Comentó que no encontraba informes sobre ciertas pruebas y me preguntó si nunca me habían examinado en la camilla. Mi negativa le pareció increíble, pero de haber sabido lo que me esperaba hubiera escogido otra ropa para la revisión. Llevaba un vestido, medias oscuras y gorditas pero no lo suficiente para ocultar las bragas más psicodélicas que tenía. Cuando me pidió que me levantase el vestido y la camiseta para ver mi espalda y me agachase hacia el suelo para comprobar la movilidad de mis lumbares, no pude evitar sonreirme por el espectáculo que estaba ofreciendo…

Los problemas con la tiroides, los cambios que trajeron la dieta y otros, para otros capítulos.