Escribir sobre este tema se me hace tan complejo como el Hashimoto mismo, así que lo iré desgranando en varias publicaciones. Voy a comenzar por explicar las circunstancias que creo han sido clave para desarrollar mi hipotiroidismo. Ha quedado excesivamente largo, lo sé.  Pero exponer estos puntos de mi historia quizás pueda hacer que te sientas identificado con alguno de ellos y con suerte, podrían servirte para no cometer mis mismos errores. (Cada vez que releo el comienzo para repasar el texto, no puedo evitar acordarme de una escena de los Goonies y sonreírme).

Un comienzo «complicado»

Nací en 1977 después de una gestación de 40 semanas y 6 días. Durante el parto, en el parte de alta que estoy consultando, dice que hubo sufrimiento fetal, 2 circulares de cordón, aspiración meconial y hubo que hacerme reanimación profunda. En el diagnóstico habla de sepsis connatal y sufrimiento cerebral RN a término AEG. Por todo esto, me llevaron a la incubadora.

Mi madre murió hace muchos años y en casa no recuerda nadie si tuve lactancia materna. Tengo un buen número de informes (redactados a mano o a máquina de escribir, empiezo a sentirme mayor) de mi primer año de vida.  En ellos hay prescripciones de distintos medicamentos y antibióticos (Britapem, Stilsoma, Amplex, Precopen, Synalar ótico, Micipem, Abactrim) para frecuentes infecciones respiratorias y de oído. Además, en el apartado de alimentación, desde el mismo parte de alta tras el paso por la incubadora, habla de cazos de Nativa, así que me parece más que probable que no probara la leche materna.

Gestación, nacimiento y primeros años de vida

Momentos clave para tu microbiota

Incluso antes de nacer, comienza a crecer contigo esa microbiota que parece que tiene tanto peso en tu desarrollo y salud a corto, medio y largo plazo. La lactancia materna resulta, entre otras muchas funciones, una vía fantástica para seguir completando la inoculación tras el tránsito del bebé por la vagina durante el parto. La naturaleza misma ha provisto de este modo la instauración progresiva de una flora intestinal que hoy sabemos es tan importante a nivel digestivo, neurológico, metabólico… y no solo para el bebé. Cada vez más autores sostienen la importancia que tiene también para su futura salud como adulto. Y parece que no es raro que personas con problemas de autoinmunidad, compartamos historias similares en cuanto a este aspecto. No es un determinante, pero podría ser un factor más de esos que van sumando y un día hacer rebosar el vaso.

Primer recuerdo de fatiga absoluta y bloqueo

En 2004 o 2005 recuerdo haber pasado una época en la que no podía con mi cuerpo. Iba a trabajar y al volver, me tumbaba en el sofá hasta la hora de meterme a la cama. Duró poco más de un mes que coincidió con una etapa en la que quería dejar un trabajo y mi jefe no dejaba de hacerme ofertas «irrechazables» (¡maldito!). Me subió el sueldo primero y después me dio jornada continua de mañana todo el año (en el gremio, sólo nos corresponden julio y agosto). Aquí tuve una pequeña crisis porque no entendía cómo no podía estar contenta teniendo un trabajo fijo nada más salir de la escuela de diseño, donde las condiciones de trabajo en un solo año habían mejorado tanto. Pero no lo estaba porque respiraba una especie de desconfianza en la oficina que sin ser muy consciente de ella, me incomodaba a ratos y me llegaba a irritar otros. Me lo tragaba y focalicé desastrosamente el problema en que algo pasaba conmigo. Ahora, con mi experiencia, tengo la sensación de que se me percibía como una competencia potencial que le podría robar clientes en el futuro, en lugar de considerarme parte del «equipo» (sólo estábamos él y yo). Por supuesto, fui al médico y pidió un electrocardiograma y una analítica de tiroides. Me dijo que todo estaba bien, que sería astenia primaveral (debía ser mayo o junio). Me gustaría ver aquella analítica para comprobar si por aquel entonces, las cosas estaban ya comenzando a torcerse. Por cómo me recuerdo aquellas semanas, tiene toda la pinta de que así era.

Analíticas ignoradas durante años

Soy un desastre para las fechas y siempre dudo del año en que me diagnosticaron de espondilitis. Hace poco, buscándolo, retrocedí hasta 2011 en el archivador donde guardo las analíticas y me sorprendió ver una TSH de 9,75 mIU/l. Los rangos para lo saludable que manejaba la seguridad social en aquellos años eran 0.35 – 5.50 mIU/l.  A pesar del asterisco, la reumatóloga no comentó nada (ni de la hemoglobina, ni del hematocrito, ¡a saber cómo andaba de hierro!) y por aquel entonces, todavía confiaba en el criterio médico y pensaba que si no le daban importancia, es que no la tendría.

Durante ese año, incorporé nuevos hábitos en cuanto a mi alimentación y actividad física que me permitieron descubrir la salud. Entendí entonces que la ausencia de enfermedad no es sinónimo de salud y que siempre había habido algo en mí que debía trabar mi energía. Durante 3, casi 4 años disfruté de un estado vital increíble y desconocido hasta ese momento. No sólo había desaparecido el dolor. ¡Podía con todo! Antes de eso, iba del trabajo a casa y de casa al trabajo, atendiendo lo justo y con cierta desgana el resto de mis rutinas. Ahora disfrutaba cocinando, haciendo la compra y planificando qué comería los próximos días, tenía tiempo para hacer yoga que a su vez, me daba más tiempo para hacer más cosas que me gustaban. Tanto me vine arriba que siendo consciente de que la perspectiva de seguir dentro de «x» años en el mismo trabajo no me llenaba, y dado que la docencia había estado siempre ahí haciendo tilín, en vez de opositar directamente, me decidí a estudiar el grado de maestro de primaria con intención de formarme mejor. De pronto, el trabajo era una anécdota más en la que invertía mi energía en su justa medida.

Y a pesar de encontrarme mejor que nunca, continuaban citándome en reumatología para seguir mi evolución (analíticas y radiografías pélvicas de vez en cuando). En 2012 el reumatólogo que finalmente me asignaron fijo, decidió derivarme a endocrinología preocupado por los valores elevados y progresivamente mayores de mi TSH.

En consulta con la endocrina (un año después), me confirmaron que la causa de esa anomalía era autoinmune pero que no pasaba nada, porque se regulaba con «una pastillita para tomar por la mañana, como si fuera una vitamina». Palabras textuales que se me quedaron grabadas. De las preguntas que me hicieron, contesté que no estaba engordando, que tenía más energía que nunca y que me encontraba de maravilla. Rechacé por lo tanto una medicación que consideré que no necesitaba y a la endocrina le pareció bien indicándome que tomara sal yodada y mucho pescado, y que si quería tener hijos, volviera porque en ese caso sí era importante tomarla. En futuros artículos hablaré sobre lo desafortunadas que considero estas recomendaciones.

Dar cosas por hecho

Convencida como estaba entonces de que mi adhesión al nuevo estilo de vida me estaba manteniendo en tan buen estado a largo plazo, me hizo confiarme y más o menos olvidarme de la autoinmunidad. Continué comprando libros y leyendo porque el tema me había enganchado y quería seguir aprendiendo, pero a pesar de tener el diagnóstico, no me interesé en particular por el Hashimoto pensando que como con la espondilitis, estaba consiguiendo escapar de él. La de veces que se cruzó en mis pantallas el libro del Dr. Datis Karrazhian y lo ignoré porque como no tenía síntomas… En algún momento leí algo sobre el aceite de coco y lo incorporé para ver si se notaba de cara a futuras analíticas (la TSH ese año se redujo a la mitad). Mal asesoramiento, ignorancia y sobre todo, dar las cosas por hecho, fue una muy mala combinación.

Resumen gráfico de la evolución de TSH

He representado en el siguiente gráfico mis valores de TSH y T4  a lo largo de estos últimos años (era lo único analizado respecto a la tiroides). También indico algunos otros temas que explico a continuación. Si te interesan los datos, puedes hacer clic sobre la imagen para verla más grande.

Evolución de la TSH en los últimos años - como pienso como

Excesos y deficiencias

En el verano de 2014, mi profesor de yoga nos propuso realizar una práctica más parecida a la original. De lunes a viernes, durante casi dos meses, me levantaba más o menos a las 5:15 de la mañana para prepararlo todo, llegar a las 6:00 a clase y gotear sobre la esterilla durante la hora y tres cuartos siguientes. Después iba a trabajar donde desayunaba un batido hecho a base de un exceso de fruta. Aunque comía algo durante la mañana, «malaguantaba» hasta las 16:00 que es la hora a la que llegaba a casa con un hambre feroz. Para no tardar mucho, solía comer cosas fáciles y rápidas de preparar.

Por otro lado, cada vez que tenía que comprar carne me imaginaba a los animales sufriendo en el transporte y en el matadero en el mejor de los casos, o padeciendo toda su vida unas condiciones lamentables de explotación. Mi ingesta de proteínas se redujo peligrosamente. Me alimentaba básicamente a base de ensaladas enormes, algunas verduras (no siempre cocinadas) y huevos. Ahora sé que comía muy por debajo de lo que necesitaba por mi actividad física y para mantener mi salud. No había hinchazones abdominales, pero la frecuencia y textura de las heces mostraba que las cosas no iban bien.

Después de ese verano, comencé a encontrarme muy fatigada algunos días. Sentía a menudo que tenía que sobreesforzarme para hacer lo que unos meses atrás no me suponía ninguna carga. Empecé a sentirme incómoda en una relación en la que estaba y otra vez, me bloqueé de mala manera. Tardé «demasiado» en ponerle fin y al hacerlo, tuve una mejora inmediata que en realidad sólo duró unos pocos días.

Demasiado ejercicio, frutas y vegetales crudos o insuficiente descanso, proteínas, autoestima y asertividad.

Depresión

Durante el siguiente mes (finales de 2014) vi que no era normal el rumbo que estaba tomando mi cuerpo (no me gusta distinguir mente / cuerpo, como si fuera algo ajeno al mismo). Mi cabeza era como una auténtica lavadora centrifugando ideas las «24 horas» del día. Era agotador. Microanalizaba el pasado y de vez en cuando para salir de ahí, lo empeoraba todo imaginando un futuro nada esperanzador proyectado desde ese pasado «tan mejorable». Poco a poco, fui perdiendo totalmente la consciencia del presente y lo cierto es que no quería habitarlo porque era demasiado doloroso. Me despertaba por la mañana y mi cuerpo comenzaba a llorar antes siquiera de conocer o crear un motivo que lo justificara. La más absoluta tristeza y desesperanza estaban tan interiorizadas que llorar sin parar cuando estaba sola o aguantar las lágrimas durante todo el día en el trabajo, empeoraba las cosas aún más. Lo único bueno era la hora de meterme a la cama, porque salvo dos días concretos en que me asaltó la ansiedad, caía rendida hasta la mañana siguiente para comenzar de nuevo el ciclo. Era mi momento preferido del día. Acostarme para no estar, ni ser.

En 2015 comencé a ir a una psicoterapeuta y como creo que suceden con estas cosas, crees que vas por uno o dos motivos y al final entiendes que esos son sólo síntomas de algo mucho más arraigado y de lo que no estabas siendo consciente. Al principio, las sesiones eran un desahogo, pero durante el segundo mes, recuerdo tres sesiones consecutivas horribles, muy duras. En cada una de ellas, me propuso comenzar a tomar un antidepresivo. Conociendo mi formación, ante mi tercera negativa a tomar medicación, me explicó el mecanismo por el que actuan los inhibidores selectivos de la recaptura de serotonina, pensando que así me convencería. Al volver a casa me puse a investigar un poco para conocer los precursores de la misma. Me encontré por el camino con el triptófano, la niacina… El caso es que como por aquel entonces, pensaba que la alimentación lo era todo, me hice unos listados de alimentos ricos en todas aquellas moléculas que favorecían la producción de serotonina. Comprobé que el 80% de aquellos alimentos habían quedado fuera de mi dieta (algunos desde hacía mucho tiempo) o los comía muy de vez en cuando. Entonces hice todo lo contrario. Comencé a incluir en cada una de las comidas, el mayor número de ingredientes de aquellos listados.

No voy a decir que la alimentación me curó la depresión, pero estoy segura de que tuvo un peso importante de forma directa (por los nutrientes) e indirecta (por la implicación). En pocas semanas recuperé el placer de comer que había perdido progresivamente sin darme cuenta y que había reducido a una necesaria y mínima labor de mantenimiento con la que cumplir. Comencé de nuevo a llenar mis platos de calorías sanas, a disfrutar en su preparación y con su sabor. ¡Fue como recuperar el paladar!

El segundo gran factor, fue centrarme (obligarme muchas veces) en realizar actividades gratificantes y a poder ser, en la naturaleza. Como me dijo la psicoterapeuta, estaba tocando una canción en un piano con teclas desafinadas, y en vez de continuar con ella ante una disonancia, cada vez que sonaba una tecla mal, me quedaba ahí atrapada dándole sin parar y sin pasar a la siguiente. Así que cuando sentía que venía una ronda de desafinadas, me iba a meter los pies al mar, a cazar fotos, dibujar, o buscaba cualquier actividad de esas que me absorben y me hacen olvidarme de todo. Comencé a hacer rutas cada fin de semana. Me lo tomé como parte de la terapia, así que aunque lloviese o no me apeteciese absolutamente nada, no fallaba. Pasaba casi un día entero fuera y volvía como otra persona, con las retinas y el móvil cargados de paisajes maravillosos. Estos oasis de bienestar son fundamentales. Y de igual modo, involucrarte y ponerte a hacer cosas tú mismo por tu recuperación, creo que tiene un efecto terapéutico enorme a la hora de romper con la espiral negativa.

Por supuesto no quiero quitarle mérito a la terapia en sí, que me ayudó a ser consciente de ciertas acciones automatizadas, para ir identificándolas cuando están a punto de «ejecutarse» y así tener opción de cambiar la respuesta automática, por otras más saludables. Habría que quitarle el miedo a acudir a este tipo de profesionales porque a algunos nos pueden ayudar mucho.

La depresión es horrible y creo que el sufrimiento y la desesperación que conlleva no se puede llegar a imaginar si no has pasado por ello. Sin embargo, hoy no cambio ni un solo segundo de todo aquel sufrimiento, por el aprendizaje y la fuerza extraídos de aquella época tan dura.

Estrés I

No es sólo tener mucho trabajo

Solemos identificar el estrés con esa situación en la que te sientes sobrepasado por tener que atender un exceso de tareas. Oímos «estrés» y lo relacionamos rápidamente con el trabajo o con ir acumulando deudas de tiempo sucesivas.

Sin embargo, nuestro cuerpo interpreta como estrés cualquier acción, inacción o circunstancia que suponga una agresión para su constante búsqueda de equilibrio. Y ésto, podemos provocarlo desde un amplio abanico de posibilidades: cuando no comes de forma saludable, cuando no te mueves o si te machacas de más, cuando estás agotado y te ataca el sueño pero te empeñas en seguir conectado a la pantalla aunque el sol se haya puesto cinco horas antes, cuando no pones límites, cuando no te valoras, cuando te intoxicas (voluntaria o involuntariamente)… Tenemos muchísimas formas de maltratarnos y lamentablemente, vivimos en un entorno que favorece enormemente que tomemos constantes decisiones peligrosas a medio y largo plazo para nuestra salud.

Analiza las posibles fuentes de estrés que puedan afectarte y comienza a trabajar sobre cada una de ellas. Aunque inicialmente sean pequeños cambios, es realmente importante atenderlas a todas en tu proceso de recuperación. A veces son malos hábitos e inercias muy arraigados, así que date tiempo. Poco a poco, aprendiendo de los errores, con perseverancia.

La mononucleosis se suma a la ecuación

A finales de 2015, después de un verano muy disfrutado en el que las rutas pasaron de ser una obligación a bendita necesidad, comencé a encontrarme débil de nuevo. En octubre tenía días en que me costaba horrores levantarme por las mañanas (algo rarísimo en mí), tenía más sueño de lo normal, problemas con la comida en el sentido de que no tenía hambre, a veces náuseas o digestiones eternas, descamación con picor detrás de las orejas y el cuello… Entonces comencé a pensar en el Hashimoto y me compré algún libro específico del tema, pero lo puse en cola.

Fui al médico y me hizo una analítica general y de tiroides. Justo antes de ir a por el resultado, hice una escapada de fin de semana. Aquellos días tuve un dolor horrible de garganta (pero no el típico al tragar), tenía mucho frío todo el tiempo y comencé a tener un sueño exagerado a todas horas. Al volver a por los resultados, el médico se asustó por los parámetros hepáticos y al contarle los síntomas de los días pasados, no dudó en diagnosticar mononucleosis. Las serologías lo confirmaron días después descartando otras infecciones como hepatitis.

El médico no le dio mucha importancia. Dijo que había que pasarla, que a algunos les afecta más y otros no se enteran apenas, que era como una especie de gripe. Así que como soy una bruta, a pesar del malestar, intenté seguir haciendo mi vida normal. Iba a trabajar, llevaba unos estudios que habían dejado de motivarme con la exigencia de siempre, iba a mis clases de Ashtanga (se me hacían durísimas y muchas tuve que saltármelas porque me veía incapaz) y cuando llegaba a casa me desplomaba para dormir. Fue así durante 2 o 3 semanas, pero pasado lo agudo nunca volví a encontrarme igual. Tenía bajones anímicos de vez en cuando sin venir demasiado a cuento (y a veces temía volver a caer en otra depresión), me encontraba débil, sin ánimo, sin energía para seguir con la vida que había conseguido y me encantaba. Por eso seguía esforzándome intentando llegar a todo, pensando que recuperarme era cuestión de tiempo. Es como si fuera incapaz de aceptar la fatiga a pesar de que finalmente tuve que dejar de ir a yoga porque ya no podía disfrutarlo y empezaba a ser una fuente de tensión.

Superas la infección, pero el virus se queda

Barr, Epstein Barr. Licencia para molestar.

Algunos virus como los de la familia de los herpes, el citomegalovirus, algunos parvovirus o el Epstein Barr (el responsable de la mononucleosis), podrían estar poniéndote las cosas difíciles en tu recuperación. A pesar de haber pasado la infección correspondiente hace años o incluso décadas, estos virus no desaparecen de tu cuerpo y de hecho, te acompañarán el resto de tu vida.  Si disfrutas de buena salud, no suele haber problema porque tu sistema inmune los mantiene a raya. Pero son grandes oportunistas y resulta que les encanta que te estreses. Es precisamente en ese momento y en ese ambiente de debilidad, en el que aprovechan para proliferar y poner las cosas más difíciles todavía.

Si ves que tu proceso de mejora no progresa pese a tus esfuerzos, quizás no sea mala idea realizar un análisis cuantitativo de ciertas inmunoglobulinas para detectar si alguno de estos virus está haciendo de las suyas. Lamentablemente, en la seguridad social no suelen realizar serologías cuantitativas, ni completas. Con nuestros hábitos podemos ayudar a ponerles las cosas difíciles, pero un profesional actualizado y sensibilizado con la autoinmunidad, seguramente te prescriba microinmunoterapia para ayudar a tu cuerpo a volver a contener al virus si es el caso.

Mal momento para hacer cambios en la alimentación

Durante 2016, pese a que mi salud no estaba en su mejor momento, me relajé y me permití ciertas licencias con alimentos que había evitado hasta ese momento. Pensaba que seguramente mis problemas del pasado estaban relacionados con una disbiosis y que la dieta baja en determinados carbohidratos fue lo que me había permitido superarla. Ocasionalmente tomé garbanzos, lentejas, arroz y patata y no noté que me hicieran daño. Supongo que esperaba señales de dolor articular y no presté atención a otros síntomas, si los había. Puede que por eso, me «emocionara» y empezase a comer algunos quesos de leche cruda, a hacer mi propio kéfir durante unas semanas y a pasarme después a los yogures o kéfir de cabra eco. Terminé comiendo este tipo de productos con bastante frecuencia durante unos meses.

Y de ahí, salté peligrosamente a picar pizcas de pan o alimentos que sabía que podrían contener harinas de forma muy, muy puntual (generalmente al comer en restaurantes, algo que pudo suceder en 5 o 6 ocasiones a lo largo de un año). Cada vez que lo hacía, había signos más evidentes de que no debía hacerlo. No ocurría inmediatamente, sino a los 2 o 3 días: picores en la piel, especialmente detrás de las orejas, del cuello y la nuca, y una caída de energía importante acompañada de bajón anímico. Son los síntomas más relevantes que recuerdo.

Si comes de todo y tienes síntomas, ¡ojo!

Algunos alimentos pueden no ser recomendables

Aunque muchos médicos, enfermeros, endocrinos, nutricionistas… siguen indicando que lo que tienes que hacer es comer de todo, tomar sal yodada y seguir con tu vida porque no pasa nada, no es un buen consejo y con él demuestran tener un conocimiento obsoleto y demasiado superfluo del problema. Otros, a pesar de ser conscientes de que ciertos alimentos podría ser conveniente dejarlos de lado temporalmente, no acaban de dar mensajes contundentes porque dicen no encontrar una evidencia científica sólida.

Pero lo cierto es que no son pocos los profesionales, algunos de ellos pacientes a su vez, que afirman que en la autoinmunidad, siempre está alterada la absorción intestinal y que evitar totalmente ciertos alimentos (algunos hasta que este problema se resuelva), no es sólo aconsejable sino necesario. Al margen de las muy diversas causas que pueden producir esa hiperpermeabilidad intestinal, alimentos como el gluten, lácteos y exceso de azúcares debería ser el mínimo por el que comenzar. Aunque se suele recomendar eliminar todos los cereales y legumbres por otro tipo de proteínas, diferentes al gluten, que pueden resultar «agresivas» para intestinos con una funcionalidad comprometida. Y con algunos alimentos en concreto, incluso hay más razones directamente relacionadas con la fisiología tiroidea. Eso sí, si estás pensando en dejar el gluten para ver si mejoras, quizás no sea mala idea pedir antes a tu médico que valoren si tienes celiaquía o intolerancia al gluten no celíaca. Evitarlo y pretender averiguarlo después, puede complicar mucho (o incluso imposibilitar) el proceso de diagnóstico.

Y en este punto en que te planteas dejar determinados alimentos/productos, comienza el sacrificio y la hecatombe  para casi todos. ¿Pero cómo voy a prescindir de esos alimentos básicos? ¡No voy a poder comer nada! ¿Qué desayunaré? Tengo la impresión de que cuanto más difícil le resulta a alguien hacerse a la idea de dejar un alimento o grupo de alimentos, más lo necesita. Creo que es una relación directamente proporcional. Y es aquí donde entra en juego tu capacidad para priorizar. ¿Placer, comodidad o lo que sea que hace que te resistas al cambio? ¿O salud? Sé que no es fácil si todavía estás en el «antes», pero quizás te ayude pensar qué vas a perder y qué puedes ganar. 😉

Estrés mantenido en el tiempo para rematar

Llevaba ya arrastrando un descontento importante con la carrera durante los últimos cursos. De hecho, me planteé dejarla y cambiarla por un grado en nutrición o algo así. Pero lo descarté pensando que el motivo del cambio era un calentón y que lo suyo era terminar lo empezado.

En 2016 ya había acabado todas las asignaturas y había reservado para ese año, los dos periodos de prácticas y el trabajo de fin de grado (TFG). Los cuatro años previos, había utilizado las vacaciones de mi trabajo para estudiar para los exámenes. Para poder realizar las prácticas en los colegios de primaria, acordé con mi jefe emplear mis vacaciones de ese año para el primer periodo de prácticas (5 semanas) y para el segundo (casi 3 meses), trabajar por las tardes desde casa. Sí, 5 años consecutivos sin vacaciones para descansar y el último, particularmente duro.

De pronto recuperé toda la motivación perdida al entrar en las aulas. Disfruté muchísimo y los niños me enamoraron hasta el punto de abandonar la idea de presentarme a las oposiciones de secundaria. La profesora a la que ayudaba me permitió diseñar y dar algunas clases, y vi entonces que todo el esfuerzo había merecido la pena. Pero en clase había muchos mocos, y tanta pasión, tanto trabajo y poco descanso, me hicieron llevarme a casa una sinusitis muy dolorosa, muy productiva y con mucha fiebre, por la que tuve que tomar antibiótico.

Después del verano, volví a las aulas a por mi segundo periodo de prácticas que iba a durar más tiempo y debía compaginar con mi trabajo por las tardes, la redacción de un informe de prácticas y la elaboración del TFG. Como antes, disfruté muchísimo del colegio. Me impliqué todavía más, me dejaron dar más clases que después utilizaría para el TFG, por lo que además del trabajo, por las tardes también preparaba material para las clases que impartiría. Los fines de semana los utilizaba para ir haciendo el informe y comenzar con el TFG. Ese fue mi ritmo de trabajo durante 3 meses. Cuando no estaba en el colegio, me acoplaba a la silla delante de un ordenador hasta altas horas de la noche. Apenas hice 1 o 2 rutas en ese tiempo. Trabajé sin descanso y no lo hacía a disgusto (salvo la parte de cumplir con el trabajo), porque me apasionaba encontrar sentido a los últimos cinco años.

Las últimas semanas, el cuerpo comenzó a avisarme. Ya había notado que los pantalones empezaban a apretarme. Mis canas se habían multiplicado por 5. Tenía frío todo el tiempo. Me veía mala cara, ojos hinchados por las mañanas y piel de color pálido (amarillento) sequísima. Tuve que ir una noche a urgencias por un dolor muy agudo en el abdomen que me recordó a una pielonefritis sufrida hacía muchos años. No encontraron nada.

Acabé aquellas prácticas llorando con la maestra como una magdalena porque se terminaban, asustando a algunos niños y divirtiendo a otros con mis lágrimas, con un agotamiento extremo y piojos en la cabeza. 🙂

Casi inmediatamente cogí una gripe que me dejó «cao» durante un mes y a la que siguió una infección de orina, que otra vez me hizo tomar antibióticos (por segunda vez en menos de un año).

Aunque lo intenté con todas mis fuerzas, no pude terminar el TFG para febrero de 2017 que es cuando me tocaba presentarlo. Así que durante un mes más, prolongué largas jornadas de ordenador redactando y editando para terminarlo como yo quería. Lo entregué en marzo y en abril me llamaron para defenderlo. Todo fue muy bien y me quité un gran peso de encima acabando la carrera. Precisamente al relajarme ese mes, fue cuando comenzó a aparecer un largo listado de síntomas y no me quedó más remedio que dedicarle al Hashimoto el tiempo que le había negado durante años. Cuando ya estaba aquí. Casi, casi… dos veces en la misma piedra.

Estrés II

Todo está interconectado

El estrés es uno de los factores que más incide sobre elementos clave para tu salud, como tu sistema inmune, tu aparato digestivo (que engloba gran parte de la microbiota que forma parte de ti) o tu equilibrio hormonal.

Ya sea por una pasión, un disgusto, empeñarte con lo que sea o que te den mala vida, la fatiga crónica no es ninguna tontería y puede alterar de tal forma tu metabolismo que te encuentres con paradojas como que a pesar de no poder con tu alma, tengas serios problemas para dormir, a pesar de comer continúes con hambre, no importe lo que te abrigues porque seguirás con frío…

Redirige tu perseverancia y tus prioridades hacia tu propia salud, porque sin ella, todo lo demás terminará desapareciendo.

Y no son sólo estos factores, pero éstos creo que han sido los míos.